Prólogo
Por: SPARSA COLLIGOl
Cuando trato de remontarme a las fuentes subjetivas de este libro, encuentro en mis años de infancia un incontenible sentimiento de compasión por los negros esclavizados y los pueblos americanos subyugados, oprimidos y despreciados, provocado por la lectura de La cabaña del tío Tom, de las novdas de Gustave Aimard y de Fenimore Coopero De adolescente sentía una compasión parecida por la miseria humana, no sólo la miseria material que mostraba, por ejemplo, la película de Pabst, La ópera de cuatro cuartos, sino también la miseria interior procedente de la humillación y la soledad que, a mis quince años, me reveló Dostoievski.
Sin duda fue el sufrimiento y la soledad que me produjo la muerte de mi madre cuando tenía diez años lo que me predispuso a compadecer otras desdichas. Obviamente, fue también el hecho de que, aunque había adoptado como propia la historia de Francia, con sus luces y sus sombras, sus desastres y sus resurgimientos, y a pesar de sentirme enraizado como francés y de que no había experimentado jamás personalmente el rechazo, notaba la agresividad de cierta prensa contra los judíos, los metecos y los inmigrantes, despectiva también con negros y orientales, lo que me alistaba junto a los excluidos de los que entonces me sentía hermano.
Pero también es la cultura francesa con la que me identificaba, de Montaigne a Montesquieu, de Voltaire a Diderot, de Rousseau a Rugo, la que me llevó al universalismo. Era francés, por supuesto, pero en primer lugar era parte integrante de la especie humana, una prioridad en la cual insistía el autor de El espíritu de las leyes.
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