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¿Qué está pasando en Brasil? La opinión de los sociólogos Boaventura de Sousa Santos y Emir Sader sobre estas protestas.

La información mediática a la que tenemos acceso sobre las protestas en Brasil peca de sesgada, reduccionista, y no analiza en su plenitud los factores cualitativos que han forjado estas protestas. Por tanto, hemos creído interesante mostrar las voces más expertas, críticas y conocedoras sobre la situación real de las protestas, su origen y las primeras consecuencias que tienen en un país en pleno desarrollo económico y social como es Brasil. Para ello, damos cobertura a las opiniones del sociólogo brasileño Emir Sader, profesor de la Universidad de Sao Paulo y Boaventura de Sousa Santos, catedrático de sociología portugués, experto en movimientos sociales en América Latina, que nos aportarán una nueva visión sobre la realidad de esta explosión social.

El día 11 de Junio, miles de brasileños salen a las calles de Sao Paulo a protestar frente la subida de un 7% del transporte público, algo que sirve como mecha para desencadenar el descontento general que los brasileños llevaban arrastrando desde la llegada al poder de Dilma Rousseff, así como por el elevadísimo coste que tendrán unos Juegos Olímpicos en un país con notables desigualdades. Las manifestaciones se suceden y cientos de miles de brasileños salen a las calles, dejando tras de sí centenares de detenidos y heridos. Leamos los análisis que realizan los sociólogos sobre esta cuestión.

El precio del progreso, por Boaventura de Sousa Santos.

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Con la elección de la presidenta Dilma Roussef, Brasil quiso acelerar el paso para convertirse en una potencia global. Muchas de las iniciativas en ese sentido venían de atrás, pero tuvieron un nuevo impulso: Conferencia de la ONU sobre el Medio Ambiente, Rio+20 en 2012, Mundial de Fútbol en 2014, Juegos Olímpicos en 2016, lucha por un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, papel activo en el creciente protagonismo de las “economías emergentes”, los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y África del Sur), nombramiento de José Graziano da Silva como director general de la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO) en 2012 y de Roberto Azevedo como director general de la Organización Mundial del Comercio a partir de 2013, una política agresiva de explotación de los recursos naturales, tanto en Brasil como en África, principalmente en Mozambique, fomento de la gran agricultura industrial, sobre todo para la producción de soja, agrocombustibles y la cría de ganado.

Beneficiado por una buena imagen pública internacional granjeada por el presidente Lula y sus políticas de inclusión social, este Brasil desarrollista se impone ante el mundo como una potencia de nuevo tipo, benévola e inclusiva. No podía, pues, ser mayor la sorpresa internacional ante las manifestaciones que en la última semana sacaron a la calle a centenares de miles de personas en las principales ciudades del país. Si ante las recientes manifestaciones en Turquía la lectura sobre las “dos Turquías” fue inmediata, en el caso de Brasil fue más difícil reconocer la existencia de “dos Brasiles”. Pero está ahí a ojos de todos. La dificultad para reconocerla reside en la propia natureza del “otro Brasil”, un Brasil furtivo a análisis simplistas. Ese Brasil está hecho de tres narrativas y temporalidades. 

La primera es la narrativa de la exclusión social (uno de los países más desiguales del mundo), de las oligarquías latifundistas, del caciquismo violento, de las élites políticas restrictas y racistas, una narrativa que se remonta a la colonia y se ha reproducido sobre formas siempre mutantes hasta hoy. La segunda narrativa es la de la reivindicación de la democracia participativa, que se remonta a los últimos 25 años y tuvo sus puntos más altos en el proceso constituyente que condujo a la Constitución de 1988, en los presupuestos participativos sobre políticas urbanas en centenares de municipios, en el impeachment del presidente Collor de Mello en 1992, en la creación de consejos de ciudadanos en las principales áreas de políticas públicas, especialmente en salud y educación, a diferentes niveles de la acción estatal (municipal, regional y federal). La tercera narrativa tiene apenas diez años de edad y versa sobre las vastas políticas de inclusión social adoptadas por el presidente Lula da Silva a partir de 2003, que condujeron a una significativa reducción de la pobreza, a la creación de una clase media con elevada vocación consumista, al reconocimiento de la discriminación racial contra la población afrodescendiente e indígena y a las políticas de acción afirmativa, y a la ampliación del reconocimiento de territorios y quilombolas [descendientes de esclavos] e indígenas.

Lo que sucedió desde que la presidenta Dilma asumió el cargo fue la desaceleración o incluso el estancamiento de las dos últimas narrativas. Y como en política no existe el vacío, ese terreno baldío que dejaron fue aprovechado por la primera y más antigua narrativa, fortalecida bajo los nuevos ropajes del desarrollo capitalista y las nuevas (y viejas) formas de corrupción. Las formas de democracia participativa fueron cooptadas, neutralizadas en el dominio de las grandes infraestructuras y megaproyectos, y dejaron de motivar a las generaciones más jóvenes, huérfanas de vida familiar y comunitaria integradora, deslumbradas por el nuevo consumismo u obcecadas  por el deseo de éste. Las políticas de inclusión social se agotaron y dejaron de responder a las expectativas de quien se sentía merecedor de más y mejor. La calidad de vida urbana empeoró en nombre de los eventos de prestigio internacional, que absorbieron las inversiones que debían mejorar los transportes, la educación y los servicios públicos en general. El racismo mostró su persistencia en el tejido social y en las fuerzas policiales. Aumentó el asesinato de líderes indígenas y campesinos, demonizados por el poder político como “obstáculos al crecimiento” simplemente por luchar por sus tierras y formas de vida, contra el agronegocio y los megaproyectos mineros e hidroeléctricos (como la presa de Belo Monte, destinada a abastecer de energía barata a la industria extractiva).

La presidenta Dilma fue el termómetro de este cambio insidioso. Asumió una actitud de indisimulable hostilidad hacia los movimientos sociales y los pueblos indígenas, un cambio drástico respecto a su antecesor. Luchó contra la corrupción, pero dejó para los aliados políticos más conservadores las agendas que consideró menos importantes. Así, la Comisión de Derechos Humanos, históricamente comprometida con los derechos de las minorías, fue entregada a un pastor evangélico homófobo, que promovió una propuesta legislativa conocida como cura gay. Las manifestaciones revelan que, lejos de haber sido el país que se despertó, fue la presidenta quien se despertó. Con los ojos puestos en la experiencia internacional y también en las elecciones presidenciales de 2014, la presidenta Dilma dejó claro que las respuestas represivas solo agudizan los conflictos y aislan a los gobiernos. En ese sentido, los alcaldes de nueve capitales ya han decidido bajar el precio de los transportes. Es apenas un comienzo. Para que sea consistente, es necesario que las dos narrativas (democracia participativa e inclusión social intercultural) retomen el dinamismo que ya habían tenido. Si fuese así, Brasil mostrará al mundo que sólo merece la pena pagar el precio del progreso profundizando en la democracia, redistribuyendo la riqueza generada y reconociendo la diferencia cultural y política de aquellos que consideran que el progreso sin dignidad es retroceso.

Brasil, un movimiento inédito y sorprendente, por Emir Sader.

Quienquiera que busque encontrar interpretaciones acabadas de las movilizaciones de las últimas semanas en Brasil seguramente estará dando una interpretación reduccionista de lo que sucede en las principales ciudades del país. El detonante del movimiento fue el aumento -pequeño en cifras- de las tarifas de transporte público, pero ya en sus comienzos se autodenominaba como “de pase libre”, esto es, reivindicando el derecho al transporte como derecho público y que, como tal, debiera ser gratuito.

Fueron básicamente jóvenes. El principal programa televisivo de debates invitó a dos líderes del movimiento -porque sí, el movimiento tiene liderazgos-, los dos, un chico y una chica, estudiantes de derecho y de historia de la Universidad de San Paulo, por lo tanto, originarios del medio estudiantil. Muy politizados, de izquierda, no antipartidarios, con conciencia de los intentos de la derecha -vía medios de comunicación- de utilizarlos en contra del gobierno.

Las manifestaciones se replicaron prácticamente por todas las grandes ciudades brasileñas -empezando por la rica y con mayores contrastes y dificultades de la vida urbana, San Paulo-, lo que revela el grado y la intensidad de las contradicciones sociales en las metrópolis brasileñas. Brasil -el país más desigual del continente, más desigual del mundo- en los últimos diez años atraviesa un proceso formidable de democratización social, que ha cambiado radicalmente la fisionomía de su sociedad, a favor de los más pobres. Sobre eso no queda ninguna duda.

Pero, en ese marco, no hay políticas para la juventud por parte del gobierno federal. Consultados, seguramente la gran mayoría de los jóvenes vota al candidato del gobierno. Pero, sobretodo por los efectos de la mejoría en la situación general de las familias, así como por la existencia de muchos más cupos en las universidades, y también más puestos de trabajo.

Sin embargo, los temas específicos de la juventud no son atendidos por programas dirigidos directamente hacia ella. Ni respecto a la descriminalización de las drogas livianas, ni respecto a la legalización del aborto, entre otras cuestiones. El mayor líder político que Brasil ha tenido -Lula- no tiene un discurso específico hacia los jóvenes, no dialoga directamente con ellos.

El movimiento logró su primer objetivo, con la cancelación del aumento de las tarifas públicas. Haber logrado conquistar ese objetivo genera más ánimo al movimiento para seguir adelante.

La oposición -los medios privados, que hacen como de partido da la oposición- pasó de condenar a las movilizaciones a promoverlas de manera desproporcionada, cuando se dio cuenta que podría desgastar al gobierno, buscando introducir sus consignas. Así como, desde otro lado, sectores extremistas trataron de terminar con las marchas, con actos generalizados de violencia, con la destrucción de espacios públicos.

El movimiento se encuentra ahora frente a la disyuntiva sobre los próximos pasos. Por su formulación original, pretende poner en debate la gratuidad del transporte público -tema mucho más complicado, porque, entre otras cosas, supondría elevar mucho los impuestos-. Pero el debate del financiamiento de los transportes públicos está planteado, lo cual es otro logro del movimiento.

En las próximas semanas se podrán mensurar los efectos que este movimiento inédito y sorprendente tendrá sobre la política brasileña.

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