CAPÍTULO PRIMERO
Mi propósito.-Errores más comunes acerca de la situación del sexo masculino y la del femenino.-Dificultad de impugnar las opiniones admitidas.-Apoteosis del instinto característica del siglo XIX.
Me propongo en este ensayo explanar lo más claramente posible las razones en que apoyo una opinión que he abrazado desde que formé mis primeras convicciones sobre cuestiones sociales y políticas y que, lejos de debilitarse y modifícarse con la reflexión y la experiencia de la vida, se ha arraigado en mi ánimo con más fuerza.
Creo que las relaciones sociales entre ambos sexos,-aquellas que hacen depender a un sexo del otro, en nombre de la ley,-son malas en sí mismas, y forman hoy uno de los principales obstáculos para el progreso de la humanidad; entiendo que deben sustituirse por una igualdad perfecta, sin privilegio ni poder para un sexo ni incapacidad alguna para el otro.
Las mismas palabras de que necesito valerme para descubrir mi propósito, muestran la dificultad. Pero sería grave equivocación suponer que la dificultad que he de vencer es debida a la inopia o a la confusión de las razones en que descansan mis creencias; no; esta dificultad es la misma que halla todo el que emprende luchar contra un sentimiento o
una idea general y potente. Cuanto más arraigada está en el sentimiento una opinión, más vano es que la opongamos argumentos decisivos; parece como que esos mismos argumentos la prestan fuerza en lugar de debilitarla.
Si la opinión fuese únicamente fruto del raciocinio, una vez refutado
éste, los fundamentos del error quedarían quebrantados: pero si la
opinión se basa esencialmente en el sentimiento, cuanto más maltratada
sale de un debate, más se persuaden los que la siguen de que el
sentimiento descansa en alguna razón superior que ha quedado por
impugnar: mientras el sentimiento subsiste, no le faltan argumentos
para defenderse. Brecha que le abran, la cierra en seguida.
Ahora bien:
nuestros sentimientos relativos a la desigualdad de los dos sexos son,
por infinitas causas, los más vivos, los más arraigados de cuantos forman
una muralla protectora de las costumbres e instituciones del pasado. No
hemos de extrañar, pues, que sean los más firmes de todos, y que hayan
resistido mejor a la gran revolución intelectual y social de los tiempos
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modernos; ni tampoco hay que creer que las instituciones larguísimo
tiempo respetadas, sean menos bárbaras que las ya destruidas.
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