Texto DESARROLLO Y LIBERTAD aqui
Nermeen Shaikh: Ciertos analistas han sugerido que el desarrollo, visto el modo en que ha sido perseguido durante los últimos cincuenta años, ha sido concebido de manera insatisfactoria y definido restrictivamente.
¿Cuáles son los déficit en la agenda de las políticas de desarrollo que ha tratado usted de señalar? ¿Por qué esos?
Amartya Sen: La idea de desarrollo es una idea compleja: no es sorprendente, pues, que la gente piense que la forma en que el desarrollo se define deba ser mejorada. Cuando dicha cuestión entró en escena durante la década de los cuarenta, lo hizo primeramente de la mano de los progresos de la teoría del crecimiento económico, que habían tenido lugar con anterioridad, esto es, durante la década de los treinta y también durante la de los cuarenta.
La reflexión sobre el desarrollo se hallaba limitada a la concepción elemental de que los países pobres no son más que países con niveles de renta bajos, con lo que el objetivo era, simplemente, superar los problemas del subdesarrollo a través del crecimiento económico, aumentando el PNB. Pero resultó que esta no era una vía adecuada para pensar la cuestión del desarrollo, que se ha de vincular con el avance del bienestar de las personas y de su libertad. La renta es uno de los factores que contribuyen al bienestar y a la libertad, pero no es el único. El proceso de crecimiento económico, pues, constituye un punto de partida insuficiente para evaluar el progreso de un país; por supuesto, no es irrelevante, pero se trata sólo de un factor más entre varios.
Resulta interesante recordar que, si echamos la vista atrás, la cuestión del desarrollo, desde los inicios –en Adam Smith, en John Stuart Mill, en Karl Marx y en tantos otros–, tuvo que ver con una determinada concepción de la vida humana buena. Y esto es algo que ha de recuperarse en la investigación contemporánea sobre el desarrollo. Se trata de una cuestión por la que me he interesado mucho. He de decir, sin embargo, que mis preocupaciones fundamentales no se sitúan en el campo de la economía del desarrollo. De hecho, ¡pretendo que no sea así! Pese a que me siento halagado cuando leo que obtuve el premio Nobel por mis contribuciones a la economía del desarrollo, me lo concedieron por mi trabajo sobre «economía del bienestar» y sobre «teoría de la elección social». Pero en la medida en que me he dedicado a la cuestión del desarrollo, me he preocupado bastante por la naturaleza del desarrollo y por los mecanismos causales que contribuyen al mismo. Capacidades humanas y desarrollo
NS: El Informe sobre el Desarrollo Humano, publicado anualmente por la PNUD desde 1990, está inspirado de forma substancial por su trabajo sobre las capacidades. ¿Podría explicar la importancia de este enfoque, así como sus implicaciones en términos de políticas de desarrollo?
AS: El desarrollo humano, como enfoque, gira alrededor de lo que considero la idea fundamental del desarrollo, a saber: la promoción de la riqueza de la vida humana entera, antes que la de la economía en la que los seres humanos viven, que es sólo una parte de aquella. Este es, creo, el eje central del enfoque del desarrollo humano. Fue introducido por Mahbub ul-Haq, y el primer informe apareció en 1990. Mahbub empezó a trabajar en ello en el verano de 1989. Recuerdo su llamada a Finlandia, donde yo vivía en esa época. Mahbub, claro, era un amigo verdaderamente cercano: habíamos estudiado juntos, mantuvimos una relación estrecha hasta el momento de su prematura muerte, y a mí siempre me encantaba hablar y discutir con él, algo que siempre hicimos a lo largo de nuestra dilatada amistad.
En relación con su pregunta, no creo que sea del todo correcto afirmar que el Informe sobre el Desarrollo Humano esté inspirado particularmente por mis ideas; más bien diría que está inspirado por las ideas de muchos de nosotros, y el propio Mahbub fue un auténtico pionero en todo esto. Fijémonos en la manifestación de sus frustraciones que aparece en sus primeros trabajos. Por ejemplo, en su libro sobre Pakistán, The Strategy of Economic Planning, de 1963, sugería que si la India y Pakistán crecieran a niveles que por aquel entonces se consideraban los más altos jamás alcanzados en el mundo, al cabo de unos veinticinco años la India o Pakistán se situarían en el punto en el que Egipto se hallaba en aquel momento. Evidentemente, ¡Mahbub no era anti-egipcio en ningún sentido! Lo que Mahbub señalaba era que no era suficientemente buena para la India y para el Pakistán una estrategia que, tras veinticinco años de crecimiento máximo, situara a dichos países sólo en el punto en el que Egipto ya se encontraba. La toma de conciencia respecto a esta realidad básica puede verse como el inicio del pensamiento sobre el desarrollo humano, y ello tenía mucho que ver con la forma que tomaba la reflexión de Mahbub ya en 1963. Mahbub aseguraba que podríamos enriquecer mucho más la vida humana yendo directamente a los factores determinantes que influencian la calidad de nuestras vidas. No obstante, Mahbub se consagró a una intensa vida profesional en Pakistán, primero en la administración y, más adelante, durante un tiempo, en la política, como ministro de Finanzas.
Entremedio, asesoró y trabajó en el Banco Mundial. Así que no era dueño de su propio tiempo del modo en que yo lo era en tanto que académico. Por ello yo tuve mayores oportunidades para trabajar con libertad para promover las ideas que él y yo compartíamos. De hecho, Mahbub se interesó mucho en mi primera Conferencia Tanner, que di en Stanford en 1979 y que titulé «Equality of What?» –luego di dos Conferencias Tanner más sobre un tema relacionado en la Universidad de Cambridge en 1985–. El ensayo de 1979 fue, de hecho, mi primer escrito serio sobre lo que hoy se denomina «el enfoque de las capacidades». Recuerdo encontrar a Mahbub, no mucho tiempo después de esto, en Ginebra, donde mantuvimos una larga charla sobre todo ello. Luego, en 1985, salió mi libro Commodities and Capabilities y, en 1987, apareció un estudio posterior, titulado The Standard of Living y basado en las conferencias de Cambridge de 1985.
Así que me iba comprometiendo cada vez más en el estudio de todas estas cuestiones, y Mahbub me alentaba a que lo hiciera. Pero cuando me llamó en 1989, me dijo que andaba demasiado metido en pura teoría, que tenía que parar todo aquello de inmediato –«bueno está lo bueno, pero no lo demasiado»– y que él y yo teníamos que trabajar juntos sobre algo con mediciones reales, con datos reales, y tratar de hacer una aportación al mundo real. Estaba muy motivado –¡como siempre!–. Empleó las mismas dosis de energía que le recordaba de nuestra época de estudiantes, una energía que había tenido que encauzar mientras ostentó cargos oficiales en el Banco y en el Gobierno de Pakistán. Lo recuerdo preguntando a su esposa, Khadija –o Bani para nosotros, sus amigos–, si yo estaba en lo cierto cuando decía que Mahbub había vuelto a sus viejas y genuinas preocupaciones, a lo que ella respondía que así era. Y era absolutamente cierto.
Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional
NS: ¿En qué medida cree usted que las instituciones a las que se confía el desarrollo de los países –el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, muy señaladamente– han estado a la altura de las circunstancias? En otras palabras, ¿cree usted que se dan las condiciones estructurales para la consecución de la igualdad, de las capacidades y de la libertad humanas tal y como usted las entiende?
AS: En este punto hay tres cosas que quisiera tratar de aclarar. En primer lugar, ha habido ciertas políticas nacidas en el seno del BM y del FMI que han sido, por lo menos desde mi punto de vista, claramente perjudiciales para la puesta en práctica y para el progreso de una agenda para el desarrollo humano. Si de lo que se trata es de proponer un catálogo de prácticas impecablemente correctas –o, si se quiere, «aproximadamente correctas»– a lo largo del tiempo, no creo que dicho catálogo deba buscarse en estas instituciones.
El segundo punto a tener en cuenta es que las instituciones, como todos nosotros, siguen también un proceso de aprendizaje, y el BM y el FMI también lo han hecho. A veces, el propio aprendizaje depende de uno mismo –por ejemplo, cuando se va a una escuela privada cara–; pero, en cambio, el BM y el FMI han vivido un proceso de aprendizaje altamente oneroso, el coste del cual ha sido soportado por otros a través de medidas que se han traducido en privaciones económicas innecesarias o, por lo pronto, evitables. Pero también pueden verse las cosas de un modo más positivo: durante el camino, se han aprendido muchas cosas. También los cambios en la dirección de estas instituciones han sido importantes. Bajo la dirección de James Wolfensohn, el BM ha hecho suyo un análisis de la realidad económica claramente más favorable para los intereses del desarrollo humano.
De hecho, lo que era impensable años atrás ha tenido lugar en el BM sin causar demasiados alborotos, a saber: la constitución de un departamento entero para la promoción del «desarrollo humano». Este cambio sosegado en la estructura organizativa del BM, pues, refleja una evolución en la filosofía de dicha institución, evolución que la ha llevado a situar la erradicación de la pobreza en el centro de la escena.
También se han dado cambios en el FMI, claro está. Camdessus y Stanley Fisher también se interesaron considerablemente por la cuestión del desarrollo humano, lo que supuso una novedad con respecto a épocas anteriores, aunque los efectos del proceso hayan sido menos notorios en una institución, el FMI, cuya naturaleza, más financiera, la hace menos sensible a las cuestiones relacionadas con el desarrollo a largo plazo. En cualquier caso, el cambio en el FMI no ha sido tan notable como el que ha tenido lugar en el BM bajo la dirección de Wolfensohn.
El tercer punto que quisiera tratar tiene que ver con el hecho de que las estructuras de gobierno del BM y del FMI, establecidas por sus normas y protocolos, son poco igualitarias en términos de la influencia de las distintas perspectivas relativas al desarrollo. Ello responde no sólo al hecho de que se trata de instituciones esencialmente financieras, no básicamente políticas, como en el caso de las Naciones Unidas; sino también a las sistemáticas asimetrías de poder entre los distintos países en el gobierno del BM y del FMI. El grueso de la familia de las Naciones Unidas, incluidas las Naciones Unidas propiamente dichas, nació durante la década de los cuarenta, esto es, en un momento en el que el mundo era harto distinto del que conocemos hoy. El BM y el FMI emergieron de los acuerdos de Bretton Woods de 1944. Era un mundo en el que más de la mitad de los países no se autogobernaba.
Las independencias de la India y de otros muchos países del continente asiático y del africano todavía no habían tenido lugar. China era independiente, pero apenas renacía de la dominación occidental ejercida durante un largo período de tiempo, dominación a la que había sucedido, posteriormente, la conquista japonesa. Y Alemania, Japón e Italia eran naciones derrotadas –o que iban a serlo pronto–, con poco que decir en el gobierno del mundo. Era, pues, un mundo diferente. No había en él ni un solo país pobre que fuese democrático. Además, la vinculación de la democracia con los derechos humanos era todavía algo nuevo. Las propias Naciones Unidas, pocos años después de BrettonWoods, estaban todavía preparando la Declaración Universal de los Derechos Humanos, con lo que la perspectiva que aunaba dicha vinculación entre democracia y derechos humanos no podía más que encontrarse todavía en estado embrionario.
Hoy, en cambio, existen en el mundo ONGs altamente poderosas, lo que en ningún caso se daba en aquel momento. Oxfam se fundó en 1942, pero en aquel entonces no era más que una pequeña organización destinada a prestar ayuda y que poseía una voz apenas audible en la gestión de las cuestiones de ámbito mundial. Con los años, esto ha cambiado notablemente, y soy consciente –he sido Presidente Honorífico de Oxfam durante algunos años– de cuán fuerte es el compromiso de esta maravillosa organización en hacer oír la voz de los más pobres y desfavorecidos. En la actualidad existen otras organizaciones que, como esta, luchan, por la vía tanto del trabajo concreto como de la concienciación, en favor de los más desvalidos de nuestras sociedades: por ejemplo, Amnistía Internacional, Médicos Sin Fronteras, Human Rights Watch, Save the Children, Actionaid y un largo etcétera. Sin embargo, en el mundo de mediados de la década de los cuarenta o no existían, o jugaban un papel muy limitado. CARE se fundó justo entonces –recuerdo dar clases en escuelas nocturnas provisionales en pueblos de Bengala, cuando terminaba mi propia educación escolar, utilizando antiguas cajas de comida de CARE como mesas, sillas ¡y hasta como pizarras!–, pero CARE era, básicamente, una organización de ayuda que se centraba esencialmente en la distribución de comida. La posibilidad de que las ONGs puedan ser partícipes influyentes, con voz, en el proceso de diálogo acerca del desarrollo es algo muy reciente.
En aquel contexto, pues, el mundo que emergía presentaba una enorme concentración del poder en manos de lo que podríamos llamar los «países del establishment». Por ejemplo, el presidente del BM siempre es estadounidense, mientras que el presidente del FMI puede ser norteamericano o europeo, pero nunca podrá ser pakistaní o etíope, con independencia de la calificación que tenga. Es preciso reflexionar acerca de estas desigualdades en la estructura de gobierno de estas instituciones, pero es poco probable que esto ocurra en el corto plazo.
Las propias Naciones Unidas están haciendo frente a un problema similar –especialmente en lo que respecta a las asimetrías que se mantienen en el seno de su Consejo de Seguridad– y, al ser una organización de cariz más político, ha llevado a cabo intentos de replantear tales estructuras –hasta el momento sin demasiados efectos–. No creo que el BM y el FMI hayan considerado seriamente la posibilidad de una reforma profunda de sus sistemas de gobierno y, dado que se trata de instituciones de carácter financiero, probablemente no lo harán. Una lástima, sí, pero también una oportunidad para abrir un debate público de alcance global respecto a estas cuestiones.
NS: Algunos de los capítulos de su muy elogiado Development as Freedom fueron ofrecidos como lecciones al personal del BM a instancias de James Wolfensohn. ¿Cree que su colaboración con él condujo a cambios substantivos en las prácticas del BM?
AS: La verdad es que no puedo pretender que mis lecciones en el BM hayan tenido algún impacto especial. Pero sí es cierto que Jim Wolfensohn ha introducido en el BM un buen número de ideas y prácticas nuevas que reflejan su propio pensamiento. Y estoy muy contento de que sus ideas sean tan próximas a mi forma de ver estas cosas, pero él las hizo suyas por su cuenta.
El BM no era precisamente mi organización favorita. Realmente no me hubiese gustado verme demasiado vinculado al BM sin ciertos cambios básicos en su actitud con respecto a muchas de estas cuestiones. Esto tuvo lugar con la llegada de Jim Wolfensohn. Wolfensohn es también un viejo amigo, y habíamos trabajado juntos como miembros del Consejo del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton: yo era un miembro regular del Consejo, y él lo presidía –todavía lo hace ahora–. La forma en que Jim conducía el Consejo despertó en mí una enorme admiración hacia él, de modo que recibí con gran regocijo la noticia de su nombramiento como presidente del BM.
Cuando me pidió que diese esas clases en el BM, sobre el tema que yo eligiera, sentí de inmediato que se trataba de algo que me encantaría hacer. Y fue una experiencia positiva de la que saqué gran cantidad de útiles comentarios que pude emplear en la finalización del libro Development as Freedom. Fue muy bueno haber podido poner a prueba el libro ante una audiencia amplia pero crítica y experta.
Desigualdades, globalización y mercado
NS: En un artículo aparecido en The Guardian (Reino Unido) titulado «Freedom’s Market» sugería usted que «el debate real con respecto a la globalización, finalmente, ni tiene que ver con la eficiencia de los mercados, ni con la importancia de la tecnología moderna; la cuestión sometida a debate es, más bien, la existencia de desigualdades de poder». ¿Cree usted que estas espectaculares desigualdades de poder dentro y entre los estados pueden verse corregidas sin un cambio estructural igualmente espectacular?
AS: Esta es una cuestión difícil. Déjeme decir tres cosas al respecto. La primera es que las desigualdades, en el mundo de hoy en día, son monumentales tanto en lo que respecta a la prosperidad económica como en lo que concierne al poder político. Cualquier tipo de análisis de la globalización tiene que partir de la conciencia de este hecho. Ahora bien, creo que mayores grados de interacción a escala global se han mostrado, no sólo en la actualidad sino desde hace miles de años, como un fenómeno positivo. La historia de la interacción a escala global es algo a menudo subestimado por el hecho de concebir dicha interacción como un fenómeno fundamentalmente reciente, por un lado, y, por el otro, por entender que las influencias se han dado únicamente desde el Oeste al Este, o desde el Norte al Sur. Históricamente, sin embargo, el proceso de influencia no ha sido unidireccional.
Piense, por ejemplo, en el mundo del año 1000 de nuestra era, al inicio del milenio que acabó hace pocos años. En el campo de la ciencia y de la tecnología, había una gran cantidad de cosas de las que en Europa no se tenía noticia pero que en China ya se conocían. De un modo similar, los matemáticos indios, árabes e iranianos conocían desarrollos de las matemáticas, desde el sistema decimal hasta un buen número de adelantos en trigonometría, entre otras cuestiones, de los que los europeos no tenían ni la más remota idea. Estos hechos propiciaron un proceso de globalización del Este al Oeste, del mismo modo que, en la actualidad, la ciencia y la tecnología tienden a viajar del Oeste al Este.
Europa hubiese sido tan estúpida de rechazar la sabiduría que venía del Este como lo sería hoy el Este si rechazara la sabiduría que procede del Oeste. El primer punto que quiero sugerir, pues, es que, pese a las desigualdades de poder, es preciso analizar los efectos positivos que un movimiento global de ideas –de conocimiento y de entendimiento– puede acarrear.
El segundo punto es que la globalización económica, per se, podría constituir una fuente de importantes adelantos en lo que respecta a las condiciones de vida, y que a veces lo es. La dificultad fundamental radica en el hecho de que las circunstancias en las que la globalización podría comportar mayores beneficios para los más pobres no se dan en la actualidad. Sin embargo, este no es un argumento válido para oponerse a la interacción económica a escala global, sino un argumento para trabajar en pos de una mejor división de los beneficios derivados de la interacción económica a escala global.
No se trata, por lo general, de que, como resultado de la globalización, los pobres se estén empobreciendo todavía más y los ricos estén ensanchando sus niveles de riqueza, tal y como se desprende de la retórica, que creo errónea, a la que se recurre a menudo. La cuestión es la siguiente: ¿podrían los ricos haberse enriquecido a través del mismo proceso de globalización si las circunstancias que lo gobiernan fuesen distintas? Y la respuesta es «sí». Ello requiere plantear la necesidad de introducir políticas tanto estatales como locales orientadas a promover programas educativos, sobre todo escolares, a promover la asistencia médica básica, a promover la igualdad de género, a emprender reformas agrarias.
Tales políticas podrían verse acompañadas por un contexto más favorable en lo que respecta al comercio global –se precisan acuerdos económicos más equitativos–, para lo que sería imprescindible un mejor acceso de los bienes procedentes de los países pobres a los mercados de los países más ricos, lo que ayudaría a los primeros a sacar mayor provecho de los intercambios económicos a escala global. Todo ello exige una reconsideración de las leyes de patentes, nuevos acuerdos por los cuales los países más ricos abran las puertas a los artículos procedentes de los países más pobres, y un largo etcétera. Con tales cambios, la globalización puede convertirse en un fenómeno más equitativo y efectivo. Así pues, la cuestión no es si la globalización económica está arruinando o no a la gente.
Puede no hacerlo, e incluso ser mucho más beneficiosa para la gente de lo que lo es ahora.
Esta es la cuestión central. El tercer punto es que el mercado es sólo una institución más entre un buen número de instituciones. A pesar de la inexistencia, en la actualidad, de algún tipo de democracia global, todavía podemos tratar de influir en estas realidades expresando nuestra opinión y haciendo oír nuestra voz: la práctica de cualquier tipo de democracia tiene que ver, fundamentalmente, con el hecho de razonar públicamente. Si, por ejemplo, el BM y el FMI han cambiado, lo han hecho, en parte, como respuesta a la riada de críticas que han llegado de distintas partes del mundo. Es preciso, pues, que pensemos en la democracia global como algo que va más allá de las instituciones de gobierno globales. Se trata, también, de promover el razonamiento público, el razonamiento público crítico. Afortunadamente, la ONU, bajo el liderazgo de Kofi Annan, ha sido capaz a menudo de actuar como vehículo para la expresión de cierto tipo de opiniones críticas que, de otro modo, no hubiesen sido atendidas.
Los periódicos –la prensa en general– juegan también un papel importante en este sentido. La expansión de las tecnologías de la información –Internet, muy especialmente–, así como la disponibilidad de noticias en todos los rincones del mundo –las de la CNN, las de la BBC o las de cualquier otro medio–, contribuyen de forma notable a lo que llamaría «discurso global» y, de este modo, ayudan a avanzar hacia la consecución de la democracia global.
Hay algo que todos podemos hacer con tal de lograr una división más favorable de los beneficios de la globalización: atender a estas cuestiones, hablar de ello, pedirlo a gritos si hace falta. Se trata de algo muy importante que es preciso hacer en estos momentos.
El silencio es un poderoso enemigo de la justicia social.
Límites filosóficos y capacidades humanas
NS: Martha Nussbaum ha profundizado en el trabajo de usted y ha ampliado la lista de capacidades humanas universales hasta el punto de incluir cuestiones como el ser capaces de expresar «enojo justificado» o el tener «oportunidades para la satisfacción sexual». ¿Cree usted que el enfoque de las capacidades debería tener algunos límites? En otras palabras, ¿no nos encontramos ante una excesivamente subjetiva concepción de lo que supuestamente debería ser una forma objetiva de medir el bienestar humano universal?
AS: Esta es una difícil pero excelente pregunta. En términos de lo que deseamos y de lo que consideramos importante en nuestras vidas, nuestro pensar debe ser también objeto de evaluación: sería erróneo buscar algo que quedase intacto tras el paso de la mente humana. Por otro lado, el hecho de que emane de nuestros actos de pensamiento no significa que el proceso en sí carezca de objetividad. La objetividad con respecto a la valoración y al juicio exige una crítica abierta e irrestricta –exige razonamiento público y desafiante debate–. Si hay algo que hayamos aprendido del progreso de la filosofía política durante la última mitad de siglo –en gran medida, gracias al legado de John Rawls– es que la objetividad en la ética y en la filosofía política se halla esencialmente vinculada a la necesidad de someter creencias y propuestas el escrutinio de debates y discusiones públicas.
Qué prioridad –si alguna– debemos dar a una capacidad concreta, como, por ejemplo, expresar «enojo justificado», es algo que debe depender de las valoraciones que emerjan de una evaluación crítica. Dado todo lo demás, si pudiéramos expresar «enojo justificado» que los demás consideraran razonable –este es el ejercicio central de la búsqueda de «verdad y reconciliación» en la política surafricana contemporánea–, estaríamos realizando un buen ejercicio de una capacidad significativa. Del mismo modo, si existen oportunidades para la satisfacción sexual que conciernen a adultos que consienten, no debería haber ninguna razón particular para oponerse a ellas. Las dificultades aparecen sólo cuando dos cosas buenas entran en conflicto. En tales casos, se trata de que entre en acción la evaluación relativa, para lo que se hace necesaria la disciplina del escrutinio público de cuestiones vinculadas a intereses contrapuestos.
Cuando, con motivo de ciertos actos de represión en la India británica, un periodista preguntó en Londres a Mahatma Gandhi qué pensaba de la civilización británica, Gandhi respondió lo siguiente: «sería una buena idea». Esto suponía una sosegada expresión de enojo crítico –aunque expresada con sumo cuidado–, y la evaluación pública objetiva podría arrojar la conclusión de que este enojo estaba harto justificado –en la actualidad, la mayoría de la gente, incluso en Gran Bretaña, lo aceptaría–. Gandhi hubiera sufrido una seria pérdida de libertad si se le hubiera negado la posibilidad de expresar tal enojo ante una provocación del calibre de la que vivió.
Martha Nussbaum ha hecho contribuciones fundamentales a la literatura sobre las capacidades. Ha hecho del conjunto de esta perspectiva algo mucho más apasionante a la vez que accesible. Asimismo, ha creado el contexto intelectual para que esta perspectiva sea tomada en consideración seriamente, no sólo por parte de los economistas, sino también por parte de los filósofos y científicos sociales en general. Por supuesto que tenemos ciertas discrepancias respecto a cómo usar la perspectiva de las capacidades. Martha tiende a operar con una lista de capacidades previamente acordada, mientras que yo prefiero considerar que la lista relevante es contingente y depende del debate público y, por lo tanto, varía en función de los contextos y de las distintas circunstancias. No se trata de una gran diferencia, y de hecho entiendo claramente cuáles son las ventajas de trabajar con una lista preexistente de capacidades, como hace Martha, en punto a afrontar asuntos tan difíciles como el de la afirmación de algunos de los derechos humanos más básicos.
Por otro lado, sin embargo, un intenso debate público puede ayudar a que nos percatemos de la importancia de ciertas capacidades. Con el tiempo podemos aprender ciertas cosas de las que, quizás, no nos hubiéramos dado cuenta sin la presencia del debate público. Voy a poner un ejemplo de ello que procede del campo de la igualdad entre géneros –la cuestión de la igualdad entre géneros aparece a menudo en este contexto–. Piense en las creencias que llevan a las mujeres a adherirse, como han hecho durante miles de años sin apenas rechistar, a los preceptos que definen su papel tradicional en el seno de la familia, papel que puede conllevar grados importantes de opresión. El reconocimiento de este hecho es una enseñanza que debemos, en gran parte, al trabajo de las feministas y a las discusiones públicas basadas en nuevas vías de análisis. Del mismo modo, debemos a procesos públicos de debate la comprensión de la idea de que ningunear la identidad de las mujeres en el lenguaje –al referirnos a cualquier persona como si se tratara de un hombre– es algo más que una cuestión estrictamente retórica. Ahora bien, si tuviéramos que hacer una lista de los parámetros que definen las libertades de las mujeres con arreglo a los criterios de la década de los cuarenta, tales cuestiones no se hubieran destacado, puesto que, en aquel momento, no se había asumido plenamente el alcance que tales libertades tienen. Estamos inmersos en procesos de continuo aprendizaje. Esta es una de las razones por las que el razonar públicamente adquiere tanta importancia.
Las circunstancias también cambian. Fijémonos en la India, Pakistán y Bangladesh: la capacidad de la gente para comunicarse unos con otros a través del correo electrónico o de Internet constituye un adelanto muy destacado que adquiere una notable importancia desde el punto de vista de las relaciones económicas, sociales y políticas. Una vez más, en la década de los cuarenta esto no se hubiera podido considerar, por el simple hecho de que la posibilidad de desarrollar tales capacidades para la comunicación era algo inimaginable.
Así, es preciso que concibamos la lista de capacidades como algo no definitivo, como algo que no ha de quedar fijado, sino más bien como algo contextual y que depende de la naturaleza y del alcance de nuestros juicios sometidos al público escrutinio. El Índice del Desarrollo Humano de las Naciones Unidas emplea la perspectiva de las capacidades de un modo limitado pero suficiente como para hacer de dicha perspectiva una herramienta
valiosa para sus cálculos y valoraciones. También Martha Nussbaum ha hecho un uso altamente provechoso de una lista particular de capacidades que le ha sido de gran ayuda a la hora de evaluar el grado de igualdad entre géneros y de respeto de los derechos humanos.
Libertad y racionalidad
NS: En Development as Freedom, afirma que «es el poder de la razón lo que nos permite considerar nuestras obligaciones e ideales tanto como nuestros intereses y beneficios. Negar esta libertad de pensamiento supondría imponer una severa restricción al alcance de nuestra racionalidad». Apenas concluido un siglo marcado por los grandes baños de sangre a la vez que por una extendida confianza en la razón humana y en la idea de progreso y de evolución, ¿a qué se debe su optimismo con respecto a las posibilidades abiertas por la racionalidad?
AS: Fíjese que los baños de sangre que usted nombra de hecho no fueron el resultado del ejercicio de la razón, sino todo lo contrario. Sea cual sea la explicación del fenómeno nazi en Alemania, no puede decirse ni que fuera un modelo impecable del razonamiento humano, ni que los propios nazis resultaran grandes practicantes del debate público abierto.
La idea de que hay grupos humanos enteros, como los judíos o los gitanos, que es preciso exterminar no puede sino ofender en gran medida el más elemental ejercicio de la razón humana. Lo mismo puede afirmarse con respecto al resto de baños de sangre que tuvieron lugar durante el siglo pasado. A veces aparece un peculiar y erróneo diagnóstico que sugiere que, de algún modo, es el enaltecimiento de la razón durante la Ilustración, desde mediados del siglo XVIII, lo que explica los campos de concentración nazis, los campos de prisioneros de guerra japoneses y la violencia de los hutu contra los tutsis en Ruanda. Me cuesta entender por qué hay analistas que dan esta explicación de tales hechos, vista la cantidad de datos a nuestro alcance que muestran de forma concluyente que detrás de todo ello no había gente conducida por la razón, sino gente arrastrada por las pasiones. De hecho, la razón hubiese podido jugar un papel fundamental para moderar tamañas calamidades. Cuando, por ejemplo, se le dice a un hutu que no es más que un hutu y que, por tanto, debe dedicarse a asesinar a tutsis porque éstos no son más que una caterva de enemigos, el hutu en cuestión podría recurrir a la razón y darse cuenta de que no es sólo un hutu, sino también un ruandés, un africano, un ser humano, y de que todas esas identidades le exigen un examen más detallado de la situación. Es, pues, la razón el elemento que podría promover una confrontación respecto a la imposición no razonada de identidades a la gente –sin ir más lejos: «eres un hutu y nada más»–.
De niño presencié los disturbios entre hindúes y musulmanes que tuvieron lugar durante la década de los cuarenta, de modo que sé lo fácil que es hacer olvidar a la gente su capacidad de razonar y de entender la esencial pluralidad de sus identidades y asumir de forma acérrima una particular identidad –en aquel caso, la hindú o la musulmana–. Una
vez más, casos como este requieren que lo que se exija sean mayores dosis de racionalidad. De hecho, es precisamente porque salimos de un siglo bañado de sangre por lo que resulta extremadamente importante luchar por la razón –para celebrarla, para defenderla y para ayudar a extender su alcance–. Nacionalismos anticolonialistas
NS: Se ha sugerido que, en parte, la razón por la que los movimientos religiosos han tomado su actual forma en grandes áreas del Tercer Mundo –sin ir más lejos, en la India– tiene que ver con el modo en que estos movimientos, que se integraron en la lucha nacionalista anticolonial, fueron reprimidos en el período inmediatamente posterior a la independencia porque fueron vistos como incompatibles con el Estado constitucional moderno.
¿Se trata de una explicación que le resulta cercana? ¿Estaría de acuerdo en que estos hechos históricos complican la introducción del modelo liberal secular?
AS: La explicación me resulta cercana, y creo que es falsa. No creo que algo semejante a esto haya ocurrido. No es cierto que el hecho de que la religión adquiriera un papel más importante en la esfera política en países como Pakistán tuviese como efecto reactivo un fortalecimiento de los fundamentos seculares de la sociedad. Más bien ocurrió todo lo contrario.
El colonialismo encarcela la mente. Pero la mente colonizada a veces toma una forma profundamente dialéctica. Una de las formas que la mente colonizada adquiere es la del más rabioso antioccidentalismo: juzgas el mundo en tanto que víctima o heredero de las víctimas de la dominación occidental durante cientos de años o más, y esto puede convertirse en tu preocupación preponderante hasta el punto de arrinconar todas las demás identidades y prioridades. De pronto, por ejemplo, los activistas árabe-musulmanes pueden ser persuadidos de que deben verse a sí mismos como personas que tratan de saldar cuentas pendientes con Occidente, por lo que todas las demás filiaciones y asociaciones quedan aparcadas. En tales casos, el grueso de la tradición de la ciencia arábica, de la matemática arábica, de la literatura arábica, de la música y de la pintura habría perdido su papel como activo capaz de conferir información e identidad a estos grupos humanos.
Este es el resultado de una mente colonizada: se olvida cualquier cosa que no tenga que ver con la relación con los antiguos colonizadores. Cabe, pues, vincular las raíces de parte de la violencia que observamos hoy a una reacción contra el colonialismo profundamente equivocada. Cuando los reinos musulmanes administraban los centros de la civilización en el pasado, de España y Marruecos a la India e Indonesia, las gentes no tenían necesidad febril alguna de definirse en términos negativos, como sujetos que se oponen a algo, esto es, viéndose a sí mismos como lo que mi amigo Akeel Bilgrami denomina «el Otro» –«¡no somos occidentales!»–. Esto era así porque en esa época ser musulmán o árabe implicaba la participación de una identidad altamente valorada. Tenían una filosofía, se interesaban por la ciencia, tenían un gran interés por su propio trabajo y por el de otras gentes. La obra de los griegos –la de Aristóteles y la de Platón, por ejemplo– sobrevivió en el mundo árabe con una vitalidad desconocida en Europa. La matemática hindú se dio a conocer en el Occidente cristiano fundamentalmente gracias a autores musulmanes árabes que la tradujeron del sánscrito, lo que permitió verter ese conocimiento al latín. Durante la época en que los reinos musulmanes controlaban el mundo, las gentes no tenían la necesidad de definirse en términos negativos, esto es, como «el Otro». Se han podido contemplar intentos similares de izar el estandarte de los «valores asiáticos» en la actualidad, sobre todo cuando, durante la década de los noventa, el Sudeste asiático trató de «occidentalizarse» febrilmente. He aquí, pues, algunas reflexiones propias acerca de la mente colonizada.
Democracia y hambrunas
NS: Ha subrayado usted cómo la India no ha sufrido hambrunas desde la descolonización gracias a su efervescente democracia y a la prensa libre, pero no ha dejado de señalar que, por otro lado, no ha sido capaz de hacer frente al hambre endémica, a la malnutrición generalizada y a los elevados niveles de analfabetismo. ¿Cómo explica tales fenómenos?
¿Cree usted que perviven impedimentos estructurales para las reformas, nazcan estas de instancias nacionales o provengan de instituciones globales? ¿Es la forma existente de democracia liberal un mecanismo suficiente para garantizar los cambios que se precisan?
AS: Una excelente pregunta, otra vez. No hay institución alguna que sea válida por sí misma: todo depende del uso que hagamos de ella. Nada puede sustituir al compromiso político y social. El éxito de la India en la prevención de hambrunas es un éxito fácil, dado que las hambrunas son extremadamente fáciles de introducir en la agenda política: no hay que hacer más que imprimir una foto de una madre consumida y de un niño moribundo en la portada de un periódico, para que esta se convierta, por sí sola, en una penetrante editorial. No se requiere, pues, demasiada reflexión. Si embargo, llamar la atención acerca del hambre estructural, de los debilitantes efectos de la falta de escolarización y del analfabetismo o de las privaciones a largo plazo que ocasiona la ausencia de una auténtica reforma agraria es algo para lo que se precisa otro tipo de compromiso y, sobre todo, utilizar la imaginación. En la India, el ejercicio de la democracia en esta dirección ha sido relativamente modesto. Pero aquí diría otra vez que las cosas están cambiando. Por ejemplo, cuestiones relativas a las desigualdades de género recibían una atención prácticamente nula en los medios y en el debate político hasta hace bien poco tiempo. Y esto ya no es así. Hubiese sido casi imposible pensar, incluso veinte o treinta años atrás, que una de las preocupaciones fundamentales del Parlamento indio sería la introducción de medidas para garantizar que por lo menos un tercio de los miembros de la cámara sean mujeres. Se trata de una cuestión que antes para nada se había considerado.
Cosas como esta son las que me llevan a pensar que la clave está en el uso que hagamos de las instituciones democráticas. Cuando el ejercicio de la democracia exige una mayor profundización en ella, decir que esta no funciona correctamente y permitir que retroceda equivale a dar un paso exactamente en la dirección equivocada.
Hay un artículo mío sobre la India y China que apareció recientemente en The New York Review of Books («Passage to China», del 2 de diciembre de 2004). En este texto discuto esta cuestión. También explico por qué creo que el hecho de no introducir un sistema democrático con pluralidad de partidos políticos está suponiendo un perjuicio para dicho país. Los chinos vivieron, hace tiempo, una época de importantes progresos gracias al visionario liderazgo político que sucedió a la Revolución. En términos de cambio social y de progresos en materia de educación y de sanidad, lo hicieron mucho mejor que los indios, aun sufriendo una hambruna de grandes proporciones –de hecho, los chinos siguieron permitiendo calamidades de este tipo, lo que supone un craso error–. En cualquier caso, el compromiso básico con respecto a una escolarización y a una atención sanitaria universales, así como al acceso de las mujeres al empleo, supusieron un activo de la mayor importancia para el país; mucho más importante, de hecho, que el vacilante proceso hacia la democracia que la India emprendió.
Sin embargo, si se analizan los resultados disponibles en la actualidad, pese al hecho de que, a partir de las reformas de 1979, el crecimiento económico de China ha sido mayor que el de la India, la esperanza de vida ha subido en la India a una velocidad tres veces mayor que en China. En buena medida, este hecho responde a la presencia de canales para la confrontación pública de opiniones y para la crítica que un sistema democrático confiere. Sabemos que los servicios sanitarios indios son terribles, sí; pero el hecho de que lo sepamos y de que los periódicos hagan un seguimiento continuado de esta realidad impide que esta se mantenga tal y como lo haría en un sistema que no promoviera la extensión de una opinión pública crítica. En 1979, la esperanza de vida en China era catorce años más larga que en la India. Hoy, las distancias se han reducido a siete años.
Algunas regiones del país, como Kerala, se han situado cuatro años por delante de China en términos de esperanza de vida. Otra comparación que vale la pena realizar es la siguiente. En 1979, China y Kerala tenían exactamente las mismas tasas de mortalidad
infantil: 37 por mil. En la actualidad, mientras que en China se ha reducido el índice de 37 a 30, en Kerala la tasa de mortalidad infantil se ha reducido de un 37 a un 10 por mil –un tercio de la tasa de mortalidad infantil de China–. Kerala ha sabido sacar provecho de la combinación de, por un lado, el tipo de radicalismo que ayudó a China a realizar importantes progresos durante los primeros años que siguieron a su revolución; y, por el otro, los beneficios de un sistema democrático con pluralismo de partidos.
El punto esencial, pues, radica en el hecho de que lo que hagamos de la democracia depende, en gran medida, de cuán dispuestos estemos a trabajar en su favor. Según mi punto de vista, uno de los problemas más importantes en la India es que los intelectuales que podrían jugar un papel destacado en el sistema político democrático tienden, por lo general, a no participar en política, en la que ven un terreno turbio. Hasta cierto punto esto está cambiando, pero se precisan transformaciones todavía mucho más radicales y niveles de participación muy superiores para que la democracia resulte en la India plenamente exitosa. También es necesario un trabajo político realizado desde la perspectiva de los más desvalidos, situados en las regiones más pobres y en las castas más bajas, para lograr eliminar viejas divisiones y desigualdades que, todavía hoy, perviven. Esta es una de las tareas, entre otras, a las que la práctica política en el marco de un sistema democrático tiene que hacer frente.
FUENTE:
Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal Sistema de Información Científica.
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