Por: Hugo de Jesús Tamayo Gómez
CAPÍTULO: "TOMAS A GRANADA"
Presentado el 15 de noviembre del 2013
Todos al parqueadero, fueron las palabras de Alberto, el conductor de la ambulancia, al ver que varios voluntarios le ayudaban a recoger cadáveres.
Con rumores: se van a meter. Y otros diciendo: cómo lo van a hacer si el pueblo está inundado de guerrilleros. Hasta la policía charla con ellos en las esquinas. Esas eran las discusiones con que los habitantes de Granada se acostaban a dormir después de que en el Alto del Palmar, a tres de los que vendían el cable que recogían de las torres de energía dinamitadas por la guerrilla, los bajaron del bus de las 6:45 de la tarde, encabezando la interminable lista de víctimas.
Unos desde El Santuario y otros supuestamente desde el Magdalena Medio, al mando de Ramón Isaza, iban ganándole terreno a la guerrilla a medida que, desde el sitio donde cayeron los tres antes vendedores, hasta El Ramal, no dejaron sino huérfanos y viudas con las cruces que sembraron a su paso.
Bájense todos. Con ese saludo recibían a los pasajeros después de que paraban los buses, las escaleras, las jaulas y cuanto vehículo pasaba por ese sitio. El primer pecado era ser oriundo de Santa Ana o llevar botas de caucho. Esos eran. Hugo de Jesús Tamayo Gómez
los primeros en ser filados en el suelo. Pero, como fuera, no perdían la parada del vehículo y dejaban al que se les antojara.
Por lo regular, los ajusticiaban delante de los otros pasajeros, enviándoles el mensaje a los granadinos: así van a quedar todos los colaboradores de la guerrilla. O cuando el jefe estaba de buen genio, después de decirle al chofer del bus: “Siga, gran hijueputa”, enseguida sólo se escuchaban los disparos, que por lo regular eran dos o tres para cada una de las víctimas, que por dentro llevaban la marca de su sentencia: ser granadino. También decían: “si está asustao, es porque es informante, colaborador o, mínimo, guerrillero”. Y ahí lo silenciaban.
Para el año 2000, el retén que habían montado varios meses atrás, a unos cuantos kilómetros del municipio de El Santuario, ya había avanzado hasta El Ramal, a sólo cuatro kilómetros del casco urbano de Granada. Pero la guerrilla seguía con el dominio desde El Sebadero (si mucho, a kilómetro o kilómetro y medio de la entrada al pueblo), y este control se extendía hasta las veredas que lindan con los municipios de San Carlos, San Luis y Cocorná, entre otros.
Un día —dice Alberto, el conductor de la ambulancia— salí del pueblo a recoger a un enfermo
a Rionegro. Al pasar por El Sebadero había un retén. Luego de la requisa, me dijeron: “Ojo pues, lo conocemos muy bien, usté sabe cómo es la güevonada… Sígase”. Al llegar al Ramal, me paró el otro grupo armao: “Bájese. Las ambulancias, pa’ cargar armamento y guerrilleros son dañaos, bájese, perro. Oiga, ¿Qué hay Desde el Salón del Nunca Más de aquí pa’ rriba?”. “¡Di aquí pa’ rriba! Hay un retén, hay uniformaos”. “¿Qué grupo era?”. “No sé. Hay gente armada”. “¿Es guerrilla? No sé. Sé que están armaos”.
Mientras me requisaban, otro me preguntó: “¿Hay mujeres?”. “Sí, hay mujeres, hay tipos con cola, hay barbaos. Sí señor”. “Mire hermano, gracias a Dios nos dijo que había gente allá. Eso es guerrilla. Ya sabíamos y nos dio por preguntale. Onde usté nos meta mentiras y diga que no hay nada, ¡o que estaba era el ejército, que no hay uniformaos allá!; aquí mismo lo hubiéramos pelao. ¡Acá se muere! Eso es lo que nos gusta, que nos digan la verdá. Sígase a cargar guerrilleros, que por aquí los vamos bajando”.
Desde ese día pa’ delante, uno se encontraba de todo: guerrilla, paracos, encapuchaos, ejército, camuflaos, de civil armaos hasta la coronilla… A mí me empezó a dar culillo salir. Porque al principio no había problema, uno le obedecía a la guerrilla y listo. Llamaban al hospital y el gerente me decía: “Hay que ir a tal parte” y uno sabía. Les llevaba el médico… eso era todo. O ellos venían y decían: “Necesitamos la ambulancia”. Hacer lo que ellos dijeran… Pero después, ya con esa gente, jmm.
Una vez llamaron los del ejército, que necesitaban la ambulancia. Y salí. A sólo una cuadra del hospital me pararon los mismos soldados. Me requisaron y uno de ellos dijo: “¿Usté sabe dónde consigo bazuco?”. Cuando le contesté que no sabía, me dijo: “Regáleme dos mil pesos”. “No tengo”, le volví a decir. Ahí mismo bajó el fusil todo puto y dijo: “Démole chumbimba a este perro pa’ que aprenda a cargar plata”. Si no es porque otro intercede: “Lanza, se encarta, es el chofer de la ambulancia”, ahí me matan y no hubiera pasao nada.
Por un lado del pueblo
Noviembre 3 de 2000
“Buenos días, ¿pa’ ónde va?” —fue el saludo de Salomé Giraldo, acompañada de Conrado, su hijo, a Roberto Giraldo, a las nueve o nueve y media de la mañana—. “Voy a dale vuelta al araíto, allí al Vergel y a ver qué traigo pa’ la olla”, respondió el paisano que seguidamente detuvo su marcha y les contrapreguntó: “Y ustedes ¿qué hacen por aquí, pa’ ónde van?”. Al recibir la respuesta de que iban a lavar una zanahoria que habían recolectado para sacarla a Santuario, Roberto les pidió autorización para pasar a la finca de ellos, que quedaba al frente, y recoger la menudita de esa cosecha pa’ echale al ganao. “Coja lo que se le antoje, le contestó Salomé”. Roberto dio media vuelta y todos siguieron su camino.
Estando en el arado, luego de que Roberto le pegara el machetazo a un camargo, a la espera de que se doblara para alcanzar dos o tres guasquilas, el pequeño sonido producido por la caída del palo fue interrumpido por una sucesión de disparos que, así se notara que era allá, en la zona urbana del municipio, las detonaciones hacían suponer que era un armamento que nunca se había vuelto a escuchar desde la toma guerrillera a finales de la década de los ochenta, para desocupar la Caja Agraria. Juemadre, ¡eso por qué se escucha hasta por aquí!, se preguntaba Roberto, mientras alzaba la mano para reventarle el bejuco a las cidras y echarlas al costal.
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