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Los orígenes del totalitarismo: Hannah Arendt

Los orígenes del totalitarismo
Autora: Hannah Arendt 
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Los totalitarismos han constituido un fenómeno que no se podrá soslayar siempre que se quiera hacer una caracterización de nuestro siglo. Su estudio necesita bucear en sus orígenes, que para Hannah Arendt son el antisemitismo y el imperialismo. Fue escrito por el convencimiento de que sería posible descubrir los mecanismos ocultos mediante los cuales todos los elementos tradicionales de nuestro mundo político y espiritual se disolvieron en un conglomerado donde talo parece haber perdido su valor específico y tornádose irreconocible para la comprensión humana, inútil para los fines humanos. Uno de ellos, que se presentaba como pequeño y carente de importancia políticamente, el antisemitismo, llegó a convertirse en el agente catalizador del movimiento nazi y, a través de él, de la Segunda Guerra Mundial y las genocidas «cámaras de la muerte».

Otro, la grotesca disparidad entre causa y efecto que, introdujo la época del imperialismo, cuando las condiciones económicas determinaron en unas pocas décadas una profunda transformación de las condiciones políticas en todo el mundo. Un actual neototalitarismo amenaza con nuevas destrucciones y ataques a la Humanidad. Hannah Arendt llega a sus conclusiones después de examinar la transformación de las clases en masas, el papel de la propaganda en relación con el mundo no  totalitario y la utilización del terror como verdadera esencia del totalitarismo en cuanto sistema de gobierno. En su capítulo final analiza la naturaleza del aislamiento y la soledad como condiciones necesarias para una dominación total. 




Esta edición añade a la primera, que logró consideración de verdadero clásico en el tema, las revisiones y ampliaciones de la «nueva edición» de 1966 y los prefacios a los de Harvest de 1968. Hannah Arendt (1906-1975), filósofa alemana de origen judío, se doctoró en filosofía en la Universidad de Heidelberg. Emigrada a Estados Unidos, dio clases en las universidades de California, Chicago, Columbia y Princeton. De 1944 a 1946 fue directora de investigaciones para la Conferencia sobre las Relaciones Judías, y, de 1949 a 1952, de la Reconstrucción Cultural Judía. Su obra, que ha marcado el pensamiento social y político de  la segunda mitad del siglo, incluye, entre otros,  Los orígenes del totalitarismo, La condición humana y La vida del espíritu.



EL ANTISEMITISMO COMO UN INSULTO AL SENTIDO COMUN 

Muchos todavía consideran como un accidente el hecho de que la ideología nazi se centrara en torno al antisemitismo y la política nazi, consecuente e intransigentemente, se orientara hacia la persecución y finalmente al exterminio de los judíos. Sólo el horror de la catástrofe final y, todavíamás, la pérdida de sus hogares y el desraizamiento de los supervivientes, convirtió a la «cuestión judía» en algo prominente en nuestra vida política cotidiana. Lo que los nazis reivindicaron como su principal descubrimiento —el papel del pueblo judío en la política mundial— y como su principal interés —la persecución de los judíos en el mundo entero—fue considerado por la opinión pública como un pretexto para captarse a las masas o como un curioso truco demagógico. 

Resulta bastante comprensible el fallo de no haber considerado seriamente lo que los propios 
nazis decían. Apenas existe un aspecto de la historia contemporánea más irritante y equívoco que el hecho de que de todas las grandes cuestiones políticas no resueltas de nuestro siglo fuera este problema judío, aparentemente pequeño y carente de importancia, el que tuviera el dudoso honor de poner en marcha toda la máquina infernal. Tales discrepancias entre causa y efecto constituyen un insulto a nuestro sentido común, por no referirnos siquiera al sentido de armonía y equilibrio del historiador. En comparación con los acontecimientos mismos, todas las explicaciones del antisemitismo dan la impresión de haber sido apresurada y fortuitamente concebidas, para velar un tema que tan gravemente amenaza nuestro sentido de la proporción y nuestra esperanza de cordura. 



Una de estas precipitadas explicaciones ha sido la identificación del antisemitismo con el auge del nacionalismo y sus estallidos de xenofobia. Desgraciadamente, la realidad es que el antisemitismo moderno creció en la medida en que declinaba el nacionalismo tradicional y alcanzó su cota máxima en el momento exacto en que se derrumbaba el sistema europeo de la NaciónEstado y su precario equilibrio de poder. Ya se ha señalado que los nazis no eran simples nacionalistas. Su propaganda nacionalista estaba orientada hacia sus compañeros de viaje y no a los miembros convencidos; a éstos, al contrario, jamás se les permitió perder de vista una forma consecuentemente supranacional de abordar la política. 

El «nacionalismo» nazi tenía más de un aspecto en común con la reciente propagandanacionalista en la Unión Soviética, que es empleada también exclusivamente para alimentar los prejuicios de las masas. Los nazis sentían un genuino y nunca derogado desprecio por la estrechez del nacionalismo y por el provincianismo de la Nación-Estado, y repetían una y otra vez que su «movimiento», internacional por su alcance como el movimiento bolchevique, era más importante para ellos que cualquier Estado, que necesariamente estaría ligado a un territorio específico. Y no sólo los nazis, sino cincuenta años de antisemitismo, se alzan como prueba contra la identificación del antisemitismo con el nacionalismo. 

Los primeros partidos antisemitas de las últimas décadas del siglo XIX fueron también los primeros que se ligaron internacionalmente. Desde su mismo comienzo convocaron congresos internacionales y se mostraron preocupados por la coordinación de sus actividades internacionales o, al menos, intereuropeas. Casi nunca pueden explicarse satisfactoriamente por una sola razón o por una sola causa tendencias generales como el declive de la Nación-Estado y el coincidente auge del antisemitismo. En la mayoría de estos casos, el historiador se enfrenta con una muy compleja situación histórica, en la que es casi libre —y se siente perplejo— de aislar un factor cualquiera y considerarlo como el «espíritu de la época». Existen, sin embargo, unas cuantas normas que pueden proporcionar alguna ayuda. 

La principal para nuestro propósito es el gran descubrimiento que Tocqueville hizo (en L’Ancien Régime et la Révolution, libro II, cap. 1) de los motivos del violento odio que, al estallar la Revolución, experimentaban las masas francesas hacia la aristocracia —un odio que estimuló a Burke a señalar que la Revolución se mostraba más preocupada por «la condición de un caballero» que por la institución de un rey. Según Tocqueville, el pueblo francés odiaba a los aristócratas a punto de perder su poder más de lo que les odiaba antes, precisamente porque su rápida pérdida del auténtico poder no se había visto acompañada de ningún considerable declive de sus fortunas. Mientras la aristocracia mantuvo vastos poderes de jurisdicción fue no sólo tolerada, sino respetada. 

Cuando los nobles perdieron sus privilegios, entre  ellos el privilegio de explotar y de oprimir, el pueblo les consideró parásitos, sin ninguna función real en el dominio del país. En otras palabras, ni la opresión ni la explotación como tales han sido nunca la causa principal del resentimiento; la riqueza sin función visible es mucho más intolerable, porque nadie puede comprender por qué debería tolerarse. 

El antisemitismo alcanzó su cota máxima cuando similarmente los judíos habían perdido sus funciones públicas y su influencia y se quedaron tan sólo con su riqueza. Cuando Hitler llegó al poder, los Bancos alemanes estaban ya casi totalmente judenrein (y era precisamente en ese sector donde los judíos habían mantenido posiciones decisivas durante más de cien años), y la judería alemana, en conjunto, tras un largo y firme progreso en  status  social y en número, estaba declinando tan rápidamente que los estadísticos predecían su desaparición en el plazo de unas pocas décadas. Es cierto que las estadísticas no apuntan  necesariamente a los verdaderos procesos históricos; sin embargo, vale la pena señalar que para un estadístico la persecución y el exterminio nazis podían parecer una insensata aceleración de un proceso que en cualquier caso se hubiera producido. 

Cabe decir lo mismo de casi todos los países de Europa occidental. El affaire Dreyfus no estalló bajo el Segundo Imperio, cuando la judería francesa se hallaba en la cumbre de su prosperidad e influencia, sino bajo la Tercera República, cuando los judíos habían desaparecido casi por completo de las posiciones importantes (aunque no de la escena política). El antisemitismo austriaco no se tornó violento bajo Metternich y Francisco José, sino en la República austríaca de la posguerra, cuando se hizo evidente que ningún otro grupo había sufrido tal pérdida de influencia y de prestigio en razón de la desaparición de la monarquía de los Habsburgo.

Los orígenes del totalitarismo
Autora: Hannah Arendt 
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