El mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva, pero para dar una nueva oportunidad al porvenir.
Tzvetan Todorov
Colombia tiene una larga historia de violencia, pero también una renovada capacidad de resistencia a ella, una de cuyas más notorias manifestaciones en las últimas dos décadas ha sido la creciente movilización por la memoria. Rompiendo todos los cánones de los países en conflicto, la confrontación armada en este país discurre en paralelo con una creciente confrontación de memorias y reclamos públicos de justicia y reparación. La memoria se afincó en Colombia no como una experiencia del posconflicto, sino como factor explícito de denuncia y afirmación de diferencias. Es una respuesta militante a la cotidianidad de la guerra y al silencio que se quiso imponer sobre muchas víctimas.
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¿Cómo cree que podemos sobreponernos como sociedad a la guerra colombiana?
La memoria es una expresión de rebeldía frente a la violencia y la impunidad. Se ha convertido en un instrumento para asumir o confrontar el conflicto, o para ventilarlo en la escena pública. Ahora bien, al aceptar que la movilización social por la memoria en Colombia es un fenómeno existente, es preciso también constatar su desarrollo desigual en el plano político, normativo y judicial. Regiones, tipos de víctimas, niveles de organización, capacidad de acceso a recursos económicos son factores que cuentan en la definición de los límites o posibilidades de la proyección y sostenibilidad de las prácticas e iniciativas de memoria que hoy pululan en el país. En todo caso, es gracias a todo este auge memorialístico que hay en Colombia una nueva conciencia del pasado, especialmente de aquel forjado en la vivencia del conflicto.
El conflicto y la memoria —lo muestra con creces la experiencia colombiana— no son elementos necesariamente secuenciales del acontecer político-social, sino rasgos simultáneos de una sociedad largamente fracturada. Entre la invisibilidad y el reconocimiento Colombia apenas comienza a esclarecer las dimensiones de su propia tragedia. Aunque sin duda la mayoría de nuestros compatriotas se sienten habitualmente interpelados por diferentes manifestaciones del conflicto armado, pocos tienen una conciencia clara de sus alcances, de sus impactos y de sus mecanismos de reproducción. Muchos quieren seguir viendo en la violencia actual una simple expresión delincuencial o de bandolerismo, y no una manifestación de problemas de fondo en la configuración de nuestro orden político y social.
El carácter invasivo de la violencia y su larga duración han actuado paradójicamente en detrimento del reconocimiento de las particularidades de sus actores y sus lógicas específicas, así como de sus víctimas. Su apremiante presencia ha llevado incluso a subestimar los problemas políticos y sociales que subyacen a su origen. Por eso a menudo la solución se piensa en términos simplistas del todo o nada, que se traducen o bien en la pretensión totalitaria de exterminar al adversario, o bien en la ilusión de acabar con la violencia sin cambiar nada en la sociedad. Una lectura del conflicto en clave política mantiene las puertas abiertas para su transformación y eventual superación, lo mismo que para reconocer, reparar y dignificar a las víctimas resultantes de la confrontación armada.
En este contexto, es un acontecimiento reciente la emergencia de las víctimas en la escena social y en los ámbitos institucionales y normativos. Tierra, verdad y reparación constituyen, en efecto, la trilogía básica de la Ley de Víctimas que inauguró un nuevo modo de abordar el conflicto en el Estado colombiano. Durante décadas, las víctimas fueron ignoradas tras los discursos legitimadores de la guerra, fueron vagamente reconocidas bajo el rótulo genérico de la población civil o, peor aún, bajo el descriptor peyorativo de “daños colaterales”. Desde esta perspectiva, fueron consideradas como un efecto residual de la guerra y no como el núcleo de las regulaciones de esta.
La polarización minó el campo de la solidaridad con ellas, incluso las movilizaciones ciudadanas contra modalidades de alto impacto, como el secuestro y la desaparición forzada, se inscribieron en esta lógica dominante en el campo político. Las víctimas particularmente del paramilitarismo fueron puestas muchas veces bajo el lente de la sospecha, se establecieron en general jerarquías oprobiosas según el victimario, que tuvieron como correlato la eficacia o la desidia institucional, la movilización o la pasividad social. ¿A quiénes concierne la guerra? En la visión kantiana, el daño que se hace a una víctima es un daño que se le inflige a toda la humanidad. De allí el compromiso axiológico de protección a las víctimas, consagrado en las normas internacionales de Derechos Humanos y del Derecho Internacional Humanitario.
No obstante, pareciera que en los hechos se requiere la condición de parte directamente afectada, interesada, para que el tema de las responsabilidades frente al conflicto desencadene la acción colectiva. Por ello, aunque el conflicto armado en el país ha cobrado millares de víctimas, representa para muchos conciudadanos un asunto ajeno a su entorno y a sus intereses. La violencia de la desaparición forzada, la violencia sobre el líder sindical perseguido, la violencia del desplazamiento forzado, la del campesino amenazado y despojado de su tierra, la de la violencia sexual y tantas otras suelen quedar marginadas de la esfera pública, se viven en medio de profundas y dolorosas soledades. En suma, la cotidianización de la violencia, por un lado, y la ruralidad y el anonimato en el plano nacional de la inmensa mayoría de víctimas, por el otro, han dado lugar a una actitud si no de pasividad, sí de indiferencia, alimentada, además, por una cómoda percepción de estabilidad política y económica.
La construcción de memorias emblemáticas de la violencia y de sus resistencias puede y debe realizarse tanto desde los centros como desde la periferia del país. Tanto desde los liderazgos nacionales y los liderazgos enraizados en las regiones, como desde los pobladores comunes y corrientes. La democratización de una sociedad fracturada por la guerra pasa por la incorporación, de manera protagónica, de los anónimos y de los olvidados a las luchas y eventualmente a los beneficios de las políticas por la memoria. Es indispensable desplegar una mirada que sobrepase la contemplación o el reconocimiento pasivo del sufrimiento de las víctimas y que lo comprenda como resultante de actores y procesos sociales y políticos también identificables, frente a los cuales es preciso reaccionar.
Ante el dolor de los demás, la indignación es importante pero insuficiente. Reconocer, visibilizar, dignificar y humanizar a las víctimas son compromisos inherentes al derecho a la verdad y a la reparación, y al deber de memoria del Estado frente a ellas. La memoria de las víctimas es diversa en sus expresiones, en sus contenidos y en sus usos. Hay memorias confinadas al ámbito privado, en algunos casos de manera forzosa y en otras por elección, pero hay memorias militantes, convertidas a menudo en resistencias. En todas subyace una conciencia del agravio, pero sus sentidos responden por lo menos a dos muy diferentes tipos de apuestas de futuro. Para unos, la respuesta al agravio es una propuesta de sustitución del orden, es decir, la búsqueda de la supresión o transformación de las condiciones que llevaron a que pasara lo que pasó: es una memoria transformadora. Pero hay también memorias sin futuro, que toman la forma extrema de la venganza, la cual a fuerza de repetirse niega su posible superación. La venganza pensada en un escenario de odios colectivos acumulados equivale a un programa negativo: el exterminio de los reales o supuestos agresores. En efecto, la venganza parte de la negación de la controversia y de la posibilidad de coexistir con el adversario. Es la negación radical de la democracia.
FUENTE: gmh. ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad. Bogotá: Imprenta Nacional, 2013.
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