Ramón Fernández Durán
En el siglo XX, la forma Estado, y muy en concreto el Estado capitalista, se amplia al mundo entero, sobre todo en la segunda mitad del siglo cuando irrumpen gran número de nuevos Estados tras el fin del dominio colonial europeo. A finales del siglo, el sistema-mundo de Estados tiene por tanto una proyección planetaria. Un rasgo específico del capitalismo global actual, que no se había dado en sus otras etapas históricas.
Pero este sistema-mundo de Estados es un sistema fuertemente jerarquizado, aunque en constante movimiento debido a la intensa competencia entre ellos, de forma que el Estado que no sube, o logra mantenerse, cae. Por eso en ocasiones los Estados cooperan entre sí, en grupos (a su vez jerarquizados; la UE, p. ej.), para mejor resistir esa competencia y llegar a posicionarse más aventajadamente —juntos— en la jerarquía estatal global. El Estado que va a extenderse a escala mundial es el Estado-nación, que ya empezó a desarrollarse en el siglo XIX, pero que culmina su concreción en las primeras décadas del siglo XX en los espacios centrales, actuando de agente nacionalizador activo de sus sociedades, y propagándose más tarde esta forma de Estado a los territorios periféricos tras su independencia del yugo colonial.
El Estado-nación va a ser pues la representación institucional más significada del Estado moderno en esta nueva época, con nuevas competencias y con una estructura burocrática cada vez más compleja y cambiante a lo largo del siglo, que corre paralela al creciente consumo energético que posibilita su despliegue. Sin embargo, hay unas diferencias abismales entre los Estados centrales y de mayor recorrido histórico, y aquellos periféricos y de más reciente creación. Y en todos conviven dos «naciones», la rica y la pobre, dentro de unas mismas fronteras estatales, con mayor o menor pro porción de «clases medias» y de desigualdad social.
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