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Ciudades muertas. Ecología, catástrofe y revuelta. Mike Davis

Prefacio.

Las llamas de Nueva York
El sur de Manhattan fue pronto un horno de llamas carmesí, de las que no había ninguna escapatoria. Los coches, los ferrocarriles, los ferries, todos se habían detenido y ninguna otra luz más que la del incendio alumbraba el camino de los distraídos fugitivos en aquella oscura confusión [...] Una nube de polvo y humo negro avanzaba invadiendo las calles y enseguida se teñía de visos de llamas rojas.
H. G. Wells, The War in the Air, 1908.

Esta imagen, parte de una larga nota de advertencia acerca de la «Masacre de Nueva York», permaneció dormida durante casi un siglo sobre un estante trasero de la Biblioteca Pública de Nueva York. H. G. Wells, aquel Nostradamus socialista, la compuso en 1907. La edición estadounidense de su War in the Air [Guerra en el Aire] incluye una extraordinaria ilustración (¿y no es de la CNN?) de una tormenta de fuego que devora Wall Street, con la Iglesia de la Trinidad ardiendo lentamente al fondo. Wells proporcionaba también algunas reflexiones perspicaces y hostiles acerca de la mesiánica creencia de Nueva York de eximirse del lado malo de la historia.


Durante muchas generaciones, Nueva York había hecho caso omiso de la guerra, salvo como algo que sucedía muy lejos, que afectaba a los precios y que surtía a los periódicos de titulares y de fotos excitantes. Los neoyorquinos creían que la guerra en su propio país era algo imposible [...] Veían la guerra como veían la historia, a través de una bruma iridiscente, desodorizada, perfumada de hecho, con todas sus crueldades esenciales discretamente ocultadas. Aclamaban la bandera por costumbre y tradición, despreciaban a otras naciones y siempre que había dificultades internacionales, se mostraban intensamente patrióticos, es decir, se oponían con fervor a cualquier político autóctono que no decía, no amenazaba con hacery no hacía cosas duras e inflexibles al pueblo rival.

Cuando la política exterior dominada por los trusts y los monopolios enzarza a Estados Unidos en una guerra general entre potencias, los neoyorquinos, sin ser todavía conscientes de ningún peligro real, corren a abrazar las banderas, el confeti y una presidencia imperial.

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