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Cómo convivir con el “otro”. Preocupado por el racismo y la violencia que suscitan los momentos de crisis, el sociólogo francés Michel Wieviorka, propone un multiculturalismo moderado que articule y respete las diferencias.


PUCP - Entrevista a Michel Wieviorka

Mayo del 68 marcó un cambio de época en la sociedad francesa. En la vida de Michel Wieviorka, también: hasta entonces era economista y pensaba dedicarse al management, pero, a partir de la gran revolución cultural de las costumbres, empezó a preocuparse por cómo se organiza la sociedad. Así fue como, a principios de los 70, contactó al pensador Manuel Castells para hacer un doctorado en Sociología. El español no podía dirigirlo, pero lo acercó a Alain Touraine, quien, desde entonces, se transformó en su maestro.

En las últimas cuatro décadas cambiaron muchas cosas. En el camino, Wieviorka se dedicó a investigar la globalización y el multiculturalismo y se transformó en un referente mundial en esos temas. Como buen discípulo de Touraine, sus trabajos fueron guiados por la pregunta sobre cómo es posible vivir juntos en las sociedades contemporáneas. Un interrogante complejo que se reactualiza ante la crisis que atraviesa Europa, en tiempos en que resurgen nacionalismos y en los que el declive del proyecto de integración regional es evidente.

Ahora que se acoda del otro lado de la mesa, toma café y dialoga con Ñ en un hotel del centro porteño como el sociólogo consagrado que es, Wieviorka sentencia que “lo que hoy llamamos crisis es un momento paroxístico, pero es sólo un momento dentro de una mutación más general de la vida colectiva”. Es la salida de un viejo mundo y la entrada en uno nuevo que comenzó, también, hace cuatro décadas. “En los setenta, política, geopolítica, cultural y económicamente, todo cambió –asegura. El modelo de organización del trabajo empezó a modificarse: comenzamos a reemplazar el taylorismo y el fordismo. Las concepciones de la ciencia, del progreso, también empezaron a cambiar. Es la época en que comenzamos a dudar de que producir más es vivir mejor, en la que las ideas ecológicas empiezan a desarrollarse, en la que la industria, los obreros y los sindicatos pierden su centralidad, en la que la descolonización está casi terminada y hablamos de poscolonialismo”.

Asegura que el problema de Europa es que “la crisis no es sólo financiera: es una crisis generalizada que ataca la idea misma de construcción regional”. Además, advierte que, a diferencia de América Latina, “en Europa no está la consciencia de una historia común, de una cultura común, de una lengua común”. En ese marco una de las claves está en qué hacer con las diferencias.

La respuesta, dice el sociólogo, comienza por saber “que, pese a la idea que solemos tener, las diferencias culturales no vienen de una identidad antigua que atravesó los siglos”. La diversidad cultural tiene, al menos, tres fuentes, dice Wieviorka: la inmigración, la importación cultural y, el punto más importante, la fabricación de diferencias por parte de la misma sociedad. Es ahí donde está la gran paradoja, porque “las diferencias colectivas se fabrican a partir de la subjetividad de los individuos”.

Preocupado por el racismo y la violencia, el académico francés –que dio una conferencia en la Universidad de San Martín sobre la crisis global– propone volver sobre una cuestión central en su país: el islam. Ahí, marca, juegan la inmigración y el movimiento global de la religión musulmana, pero, también, cómo se transforman esas cuestiones ante los problemas sociales: “En un mundo confrontado a todo tipo de diferencias, locales, nacionales, planetarias y con diásporas, ya no se trata de que mi abuelo fue musulmán, mi padre fue musulmán y, por lo tanto, yo soy musulmán –asegura Wieviorka–. Se trata de que uno tome la decisión de afirmarse como musulmán, lo que permite, a su vez, que hoy sea más fácil entrar y salir de las identidades”.

Sin embargo, en un mundo de culturas híbridas, que se ven más claramente en las grandes metrópolis, y enmarcado en una crisis del modelo europeo de desarrollo, aparecieron movimientos nacionalistas xenófobos antiinmigración y, sobre todo, islamofóbicos. El caso francés es paradigmático en ese sentido, aunque el sociólogo afirma que “son fuertes, pero no tuvieron un gran crecimiento en los últimos diez años”.

Especialista en racismo y violencia, Wieviorka, resalta el rol positivo que juegan las distintas comunidades sobre sus miembros: les dan cierta solidaridad, protección y les aportan una cultura a compartir sin sectarismos. Sin embargo, cuando una comunidad se cierra y se radicaliza, “cada individuo se atiene a la ley del líder, lo cual es la negación de los derechos del hombre, pero, sobre todo, de los derechos de las mujeres, que son las que más lo sufren”.


Ante esas lógicas, hay distintas estrategias. Para el sociólogo, militante del Partido Socialista de su país, la propuesta francesa de integración republicana “fue una catástrofe”. “La idea es que todos los individuos nacen libres e iguales en derecho y que, por lo tanto, no hay que dar derechos particulares a ciertos grupos”, analiza Wieviorka, y aclara que es una “idea noble, pero que no funciona”. El ejemplo más claro: la situación en los suburbios de las grandes ciudades francesas, que fueron escenarios de revueltas en varias oportunidades. “Se trata de jóvenes de barrios muy pobres, que vieron que se les promete la igualdad, la libertad y la fraternidad de los derechos del hombre y del ciudadano, pero que son víctimas del racismo, no consiguen trabajo y están encerrados en los guetos”. Para Wieviorka, en los hechos, esa idea republicana se transformó “en algo que sirve solo para los discursos represivos”. En particular, en los del ministro del Interior cuando ordena que la policía intervenga en esos lugares. Otro modelo posible es “que cada comunidad haga lo que quiera”. Según el sociólogo, es el que se aplicó en el Líbano y que también lleva al fracaso.

No obstante, Wieviorka tampoco cree que la solución esté en la cosmopolitización del mundo, como propone su colega Ulrich Beck. “Es fácil el cosmopolitismo si uno está en Estados Unidos, es rico, es blanco y es hombre. Es más difícil si uno es pobre, si es negro y si es mujer”. El sociólogo cita como ejemplo a las mujeres filipinas que trabajan como empleadas domésticas en Hong Kong, mientras sus hijos son criados por otros familiares en su país de origen. Entonces, Wieviorka propone dudar del modelo del capitalismo de servicios. Ese que sostiene que, ante países envejecidos, el futuro está en economías focalizadas en los individuos, pero que “se plantea como un problema interno de ciertas sociedades y se olvida de que los trabajadores vendrán de Filipinas o de la otra punta del mundo”.

La propuesta de Wieviorka es un multiculturalismo moderado “que articule el reconocimiento de las diferencias y la exigencia del respeto a los valores universales del mismo derecho para todo el mundo”. Sin embargo, reconoce que la pregunta acerca de cómo hacerlo hoy en un continente cuyo modelo de desarrollo está en crisis, plantea el desafío de responder, una vez más, la gran cuestión. La de cómo vivir juntos en un mundo de diferencias.

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